No tengo hermanos, pero tampoco primos. Mi familia siempre ha sido pequeña, en sentido numérico; lo que hace de cada uno de nosotros más indispensable. Nunca fue un problema, la verdad; nunca me he sentido solo. Durante mi infancia, los cumpleaños siempre eran animados para mí. Sobre todo, porque venía mi tío a verme y me traía regalos estrafalarios. Era el hermano de mi madre. Mi tío Francis. Era un tipo genial. Pero casi siempre estaba viajando.
Me acuerdo de él cada vez que escucho a Chet Baker. Cuando estaba en casa, se relajaba con sus vinilos mientras me daba consejos de adultos. Nunca pude seguir sus consejos, porque no los recuerdo bien, pero guardo su colección de música como paño en oro. Lo que sí recuerdo bien son sus finas manos y sus dedos largos. En el salón había un piano que él tocaba con una ligereza que parecía acariciar nubes.
Llegó a ser una estrella de la música, aunque en Japón; por eso viajaba tanto y tan lejos. Una vez me regaló un gong, con el que estuve practicando durante semanas. Soñaba con irme de gira con él para pasar más tiempo juntos. Hasta que mi madre, harta del ruido, lo vendió a un restaurante chino del barrio.
Decía mi abuela que mi tío era un vampiro. Un ser nocturno, tenebroso, del que no te puedes fiar ni un pelo porque quizá alguna noche acabaría chupándote hasta la rabadilla. Así que, después de enterarme, se lo dije a mi tío en cuanto volvió a quedarse en casa, e hice collares de ajo para todos. Era muy molesto dormir con ajo, ya que picaba como un condenado. Pero lo hice porque pensaba que así mi familia dormiría tranquila.
No fue así. Porque, al parecer, mi abuela se refería a que mi tío salía por la ciudad tan solo de noche. Decía mi abuela que tenía muchos amigos como él, y que un día lo lamentaríamos mucho. Me entró mucho miedo entonces, porque pensaba que mi tío se colaría con todos sus amigos en mi cama cuando estuviese dormido para chuparme la sangre como si fuera un pouch de Danonino.
Al contárselo después, como le hizo tanta gracia, me llevó al cine para enseñarme que los vampiros solo existían en la ficción. Creo recordar que era una sesión de clásicos de Universal. Me fascinó ver dormir a Bela Lugosi en un ataúd haciendo de Drácula. A partir de entonces, el cine ocuparía un lugar especial para mí. Mi tío me llamaba “pequeño Tim Burton” porque, decía, era un niño con mucha imaginación, pero creo que lo decía más bien porque siempre iba despeinado.
Durante unos meses, mi familia se enfadó con mi tío y dejó de venir a casa. Hasta que enfermó. Entonces, volvió a casa para quedarse mientras mi abuela y mi madre lo cuidaban; cuando tenía fiebre, tiritaba mucho. Recuerdo que su piel estaba llena de heridas y llagas. Mi madre lloraba desconsolada a veces de verme allí presente.
Muchas veces tuve que quedarme en casa de amigos durante días. Todo era muy extraño. No entendía nada. Pero la gente no dejaba de decir cosas de mi tío y mi familia.
Otra cosa no, pero mi tío, vestir, vestía impecable. Le encantaba ir al Corte Inglés y llevarse trajes de Emidio Tucci: Decía que eran muy suaves. Calzaba siempre unos botines negros de cuero, siempre relucientes. Pero lo que más me llamaba la atención era su estuche negro que llevaba a todas partes consigo. Una vez se lo dejó en el baño de casa; entonces, lo abrí y vi lo que contenía: una cuchara quemada, unas jeringuillas y unas gomas. Yo pensaba que había dejado la música por la medicina. Pero no. Se trataba de algo peor.
Uno de esos días en que mi madre vino a recogerme de casa de unos amigos, al verme me dio un abrazo muy fuerte sin decir nada. Sollozaba. Me dijo, casi sin aliento, que mi tío se había dormido y no iba a despertarse nunca más. Tardé años en aceptar que mi tío había muerto. Le organizaron el funeral más alegre que he vivido nunca, con la banda de mi tío tocando a ritmo del bebop. La gente no sabía si llorar o arrancarse a bailar como en un club de jazz de Chicago en los años cuarenta. Más bien lo segundo.
Así lo pidió mi tío cuando le preguntaron una vez cómo quería que la gente le rindiese homenaje. Como mi tío también era muy dulzón, mi abuela preparó horchata y rosquillas de vino aquella tarde para nuestros acompañantes en su despedida. Vinieron amistades de muchas partes, incluso de Japón. Eso me hizo ver que, sobre todo, hizo buenas migas allá donde estuvo. Allí, delante de su ataúd, me di cuenta de que mi abuela tenía razón, que mi tío era un personaje de ficción. Mi tío era un vampiro.