A Iván no le hacía mucha ilusión tomar la primera comunión. A finales de los noventa, y más en un pueblo, comulgar era un paso incondicional en la vida de un niño. Pero Iván ya había encontrado su propia fe: el cine.
Ese mismo año, había sentido la llamada del séptimo arte: quería ser director de cine. Tras ver ‘Mystery Men’, una película de superhéroes inútiles, su cabeza empezó a imaginar personajes y escenarios cutres, ilusionándose por las posibilidades que tenía. Aunque le faltaba lo más importante, pues un director sin cámara es como un marinero sin barco.
Y así, vestido de marinero, la comunión fue su salvación. Como a todos los niños, le hicieron montón de regalos, pero nada le hizo tanta ilusión como el regalo de su tía Concha: su primera cámara de vídeo. Lo que quedaba de aquella tarde la pasó detrás de los focos, y eso que el protagonista del día era él.
Era una Sony Handycam que funcionaba con casete y sin conexión a ordenador; entonces, editar una película estaba solo al alcance de profesionales. Aun así, la cámara tenía sus trucos para conseguir montar de manera rudimentaria una película en condiciones.
Ahora podría hacer realidad su sueño de convertirse en cineasta. El final de curso se acercaba y tendría todo el tiempo del mundo. Pero, claro, el mundo no siempre es perfecto. Llegaron las notas y en comprensión lectora necesitaba mejorar. Con la de libros que le habían comprado y el chico no aprendía a leer bien. Iván no ponía atención a las palabras, solo se fijaba en la imagen. Así que sus padres le matricularon en una academia para que comprendiera algo más que títulos de cine.
Al salir de la academia, de camino a casa, entraba al videoclub para respirar un poco de celuloide. Allí mismo vio en el mostrador unos folletos anunciando un festival de cine en el pueblo. Era una señal clara de que tenía que dar el paso. Se llevó uno para guardarlo, convencido de presentarse al festival sin pararse a leer las bases.
Al principio reacios, sus padres pensaron mejor que hiciera lo que quisiera antes de que en el futuro les echara en cara todas las frustraciones de su infancia. Pero la academia era innegociable. Liberado por las tardes, corrió al parque enseguida para encontrarse con sus amigos, que se divertían todo el tiempo sembrando el pánico en los demás niños que iban a jugar acompañados de sus padres. Explotaban cualquier cosa con petardos del quiosco, organizaban torneos de lucha grecorromana apostando juguetes, disparaban con pistolas de balines a los coches que pasaban alrededor escondidos entre los matorrales… En fin, una pandilla de maleantes.
Como no tenían mejor cosa que hacer, Iván les persuadió de hacer su película. Para ello, se inventó que el festival tenía como premio el dinero suficiente como para irse todos a Disneylandia. Sus amigos dieron un salto de emoción y no dudaron en ayudarle. Iván por fin iba a dirigir su remake de Mystery Men, los Mystery Boys; tenía el equipo perfecto para filmar como había imaginado.
Al día siguiente, comenzaron los preparativos: primero, el casting. Iván iba muy en serio. Quería las mejores interpretaciones para su guion de hierro. Así que colocaron una mesa en medio del parque y organizaron una cola para que los niños que fueran llegando se presentasen a hacer pruebas de actuación. Los padres estaban asombrados, pero también se indignaban cuando sus hijos no conseguían el papel.
Una vez seleccionados los papeles, había que encontrar los escenarios. No fue un problema, pues su amigo Santiago, de origen chino, conocía el callejero gracias a que su madre le obligaba a hacer reparto de comida para ahorrarse empleados. Y ya, por último, a rodar. Iván había dibujado un storyboard bastante pobre, pero se entendía. Grabaron una por una cada escena, sin importar el ruido de fondo o los fallos de raccord –algo que Iván tardaría años en apreciar-. Llamaban la atención allí donde ponían la cámara. Se trataba de un grupo de niños haciendo teatro del malo en lugares concurridos, algo no muy común en un pueblo industrial.
El viento casi arruina la película al volcarse la cámara del trípode. Sudar, sudaron; fueron semanas de mucho calor. Pero por suerte la cámara siguió funcionando y pudieron grabar hasta la última frase. Así que, para celebrar el final de aquel rodaje infernal, se compraron en el quiosco unas cantimploras Zumrok y brindaron por su estrellato.
Iván nunca olvidaría aquella experiencia, todo un descubrimiento para él. Su padre tuvo que explicarle, no sin pudor, que había pasado por alto algo muy importante. Su película no podía participar. ¡Qué desilusión! Aprendió la lección de lo importante de saber leer. La X no estaba a la izquierda, sino a la derecha del título, con lo que eso implica. Se trataba de una muestra de cine de adultos. Gracias a Iván, sus amigos, decepcionados con él, también aprendieron un nuevo género de cine con el que, sin saberlo aún, crecerían años después a escondidas.