La maldición de Kevin Spacey

Nunca pensé que el nombre propio de una persona pudiese determinar el transcurso de su vida. Ni tampoco que la opinión pública influyese en las personas para juzgar a otras por una idea preconcebida de alguien solo sobre el papel.

Mi nombre es Kevin Spacey, y durante muchos años me dediqué al mundo de los seguros. Pero en los últimos tiempos fui víctima de la cultura de la cancelación por llamarme igual que el actor norteamericano. Cuando las acusaciones sobre la estrella de Hollywood empezaron a hacerse públicas, la compañía de seguros en la que trabajaba, en vez de apoyarme, prefirió ocultarme cada vez más ante los clientes hasta el punto de despedirme. Me entregaron la carta justificando la causa en que había perjudicado los intereses de la empresa y que ponía en riesgo la estabilidad de sus asegurados. Vaya estupidez.

El simple hecho de identificarme igual que un personaje mediático me sumió en el ostracismo. Es cierto que, durante mucho tiempo, cuando esta celebridad gozaba de buena reputación, pude beneficiarme cada vez que viajaba, sin darle entonces mayor importancia. Pero esto era muy distinto. ¿Cómo podía verme perjudicado de esta manera, si ni siquiera existía una condena judicial en firme sobre el propio actor? Y es que, joder, yo no había cometido ningún delito. Siempre actué de buena fe con mis clientes cuando aseguraban sus casas o su deceso con la compañía mediante.

Así que inicié la búsqueda activa de empleo, pero la suerte no me acompañó. Cada vez que leían mi CV, la presunción de culpabilidad era inmediata. Porque no todo el mundo sabe diferenciar entre persona y artista. Aunque yo, desde luego, nunca fui artista. Respeto mucho el cine y el teatro, pero a veces tiene un poder infinito para manipular las mentes y hacerle creer a la gente que no hay separación entre realidad y ficción. Incluso amigos míos de siempre o familiares dejaron de hablarme. Me negaban el saludo. Hasta me bloquearon de grupos de wasap. Mi futuro en mi país, o peor, en el mundo anglosajón, había terminado.

Antes de marcharme, por supuesto, presenté una solicitud de cambio de nombre y apellido en el registro civil de Birmingham. Era mi última baza para poder rehacer mi vida en paz. Mi lugar de origen, donde había nacido y crecido, me rechazaba simplemente por una absurda coincidencia universal. Por desgracia, la resolución iba a tardar meses en tramitarse. Aunque nunca hubo sentencia. Así que mi futuro pasaba por salir de allí cuanto antes y olvidar quién era. No tenía más remedio, si quería salir adelante, que buscar un destino que me acogiese sin peligro de que mi nombre lo rechazaran por defecto.   

Paseando por la ciudad para despejarme un poco, me crucé con el escaparate de una agencia de viajes internacionales. Entre los destinos que había, uno me llamó la atención. Recordé que tenía una camiseta de una gira de los Rolling Stones en la que aparecía su nombre: Benidorm. No sabía mucho más. Así que volví a casa corriendo para abrir el ordenador y encontrar ofertas de empleo allí. Si sus satánicas majestades habían elegido esa ciudad para uno de sus conciertos es porque habría mucho turismo. De modo que necesitarían nativos ingleses para atender a los turistas extranjeros.

Eché el CV en varios portales de empleo. Pasaron varios días sin recibir respuesta, así que decidí irme por mi cuenta y probar suerte en persona. No conocía nada de aquella ciudad, salvo que estaba situada en el levante mediterráneo. Al llegar allí, me sorprendieron aquellos rascacielos. Parecía una pequeña Manhattan, pero sin el estrés ni el ruido de las grandes metrópolis. Y, por supuesto, me enamoré de sus playas. Era el lugar perfecto para desconectar de todo el sufrimiento y retomar mi vida con alegría.

Deambulé por aquel largo paseo marítimo después de instalarme en una pensión detrás de la plaza de toros. Cargado de copias de mi CV, entré en cada hotel que descubría, así como restaurantes y clubes de fiesta que se agolpaban uno detrás de otro. Me impactó mucho ver a gogós bailando sin parar todo el día mientras las familias pasaban por allí con sus niños. En uno de esos paseos, me quedé sin tabaco y entré en un pequeño comercio donde vendían de todo. Compré tabaco y me fijé entonces en una publicidad que había sobre parques de atracciones de Benidorm. Me atrajo la idea de trabajar en un lugar donde la gente ignorara mi nombre, pero mi presencia fuera de utilidad. No tardé un minuto en coger un taxi que me llevó primero al parque acuático, después al parque animal, y, por último, a Terra Mítica.

Al final, el idioma no hizo falta, me contrataron como animador en Terra Mítica. No hablaba, solo tenía que ir disfrazado de hipopótamo azul romano… Denigrante. Además, repartía descuentos a grupos de familias. La verdad, era un trabajo muy cómodo y divertido.

Estaba ilusionado, por fin se me valoraba profesionalmente y nadie de quien conocía se atrevía a juzgarme, ya que me escondía detrás de un pesado traje en forma de animal encantador.

Sin embargo, cuando mi vida empezaba a funcionar, sucedió lo inimaginable. La temporada de apertura del parque terminaba, y la empresa organizó la cena de empleados en el Gran Hotel Bali. Durante la cena bebí bastante, así que entré varias veces al baño. Y una de esas veces, allí me lo encontré. ¡Sí, era el puto Kevin Spacey! ¡No yo, el actor! ¡Conmigo! Aquella persona que tanto daño me había hecho sin saberlo, estaba a escasos centímetros de mí orinando. Lo reconocí enseguida pese a su aspecto, con gorra y gafas de sol. No entendía por qué las llevaba puestas en interior de noche.

Aparentemente no se le veía afectado por la presión mediática ni las investigaciones judiciales a las que estaba expuesto. De modo que estuve frotando mis manos con jabón hasta que se acercó al lavabo también. En mi interior, me alivié al saber que es de los que se lavan después de mear. Era mi oportunidad para presentarme. Le dije que yo podía prestarle un mejor disfraz. Al principio me miró con desdén, pero enseguida me sonrió. Encestó en la canasta el papel para secarse las manos y me dijo que me invitaba a una copa. Estuvimos, hasta que se fue a su habitación, hablando de todo, menos de que nos llamábamos igual. No me atreví a decírselo. Así que terminé ofreciéndole unas entradas para que viniera al parque. Le dejé mi número anotado en ellas, como se hacía antes.

Por mi experiencia, sabía que acabaría llamándome. Y eso hizo. A los dos días dijo que necesitaba sentir emociones fuertes, que había pasado un día de mierda y quería desinhibirse. Al día siguiente libraba, así que le prometí que se iba a acordar para siempre del subidón que recibiría en el parque de atracciones. Le vi llegar a la entrada de Terra Mítica en taxi y le hice señas a lo lejos. No nos despegamos en todo el día. Subimos a todas las atracciones y acabamos, como buenos guiris, con la cara quemada. Lo pasamos increíble, la verdad. Aunque la comida que servían en las cantinas no le gustó mucho; llegó a confesarme que en Disney World era mucho peor. Al despedirnos, me invitó a quedar otro día con él.

Le llamé el fin de semana siguiente y me invitó a comer. Luego nos fuimos de copas a los clubes de la zona inglesa, donde bailamos y bebimos. Sí, también como buenos guiris. Hubo alguna que otra reyerta en la que estuvimos envueltos, pero nos libramos antes de que llegasen agentes policiales. Le acompañé hasta el hotel y allí, en la entrada principal, se me insinuó. Mi sensor de peligro parece que dejó de funcionar. Así que le seguí la corriente y subimos a su habitación. Allí estábamos, solos en su habitación; había accedido a su zona más íntima. Fue entonces cuando le revelé mi auténtico nombre. Se echó a reír a carcajada limpia.

Como no me tomaba en serio, acabé sacando una pistola del trasero que había conseguido a través de un compañero del parque y le apunté en la sien. Se inclinó enseguida implorando por su vida. Ni yo mismo me creía lo que estaba haciendo. Pero cuando estás tan desesperado, eres capaz de cualquier cosa. Le amenacé con denunciarlo por haber abusado de mí, y que esta vez sí sería juzgado y condenado. Al principio, estaba desconcertado. Pero cuando le repetí que me llamaba igual que él, supo entenderlo. Eso lo ablandó aún más. Sollozaba sin descanso. Le pedí que dejase de hacerse el débil ahora y que siguiese mis indicaciones si no quería ver su vida defenestrada totalmente. En ese momento tocaron a la puerta. Era el servicio, que traía una botella de champaña que él había pedido, pensando que repetiría uno de sus casos oscuros. Cuando me vio apuntarle con la pistola, el chico cerró la puerta con amabilidad, quedándose a la espera de recibir más indicaciones. Expliqué con mucho detenimiento cuál iba a ser el plan. Teníamos toda la noche por delante. Nada podía fallar.

Como en una novela negra, ni el malo es tan malo, ni el bueno es tan bueno. Así que, como protagonista de esta historia, le expliqué a Kevin Spacey, la estrella de cine, que tenía que morir injustamente para equilibrar la balanza de mi infortunio. Le di la oportunidad de hacer su mejor papel, la de hacerse pasar por mí para que declarasen mi muerte con el fin de poder cobrar el seguro. Así que le ordené que me entregase su DNI mientras guardaba el mío en su cartera. Igualmente, en un relato noir hay una víctima inesperada y no principal con la historia de venganza. El pobre botones lo entendió perfectamente.

De este modo, disparé primero al botones desde el ángulo del actor, y luego al actor desde el opuesto. Y en este último caso, había que hacerlo con saña, para que su rostro quedara deformado e irreconocible. Nadie me vio salir del hotel, porque me escondí durante horas en el carrito que trajo aquel desgraciado y me bajaron hasta la cocina. Entonces, salí por la trasera del hotel, donde no había cámaras de seguridad. Y todo funcionó a la perfección. Al día siguiente, los jueces declararon mi muerte. Pude volver a casa, a mi lugar de origen, con el DNI del famoso Kevin Spacey. Una vez allí, me reuní con mis padres a escondidas y les dije que cobrasen el seguro por deceso. Apenas tuve tiempo de explicarles mucho más mi odisea.

Cuando pensaba que había recuperado mi anterior vida, mi honor, mi dignidad como persona, me localizaron usando la tarjeta de crédito del actor. El día de autos no tuve en cuenta que el maldito Kevin Spacey tenía en su mesita de noche una foto nuestra de aquel día en Terra Mítica. Y ahora no solo recae sobre mí el peso de la ley por ejecutar mi propio asesinato, sino también por toda esa lista de víctimas de acoso sexual del señor Spacey. Maldita sea.